La mirada valiente de Francisco
En este tiempo de atesorar recuerdos de uno de los Papas más queridos por los fieles vale la pena anotar que Jorge Bergoglio empezó a asumir riesgos personales en su etapa de provincial de los jesuitas de Argentina, cuando trasladaba en su coche por Buenos Aires, escondía en las casas de los jesuitas y facilitaba la salida clandestina del país —en una ocasión prestando su propio pasaporte— a un centenar largo de personas perseguidas por la dictadura militar.
Su primera decisión valiente como Papa fue renunciar a los vehículos blindados, utilizados desde el atentado a tiros en la plaza de San Pedro que casi costó la vida a san Juan Pablo II en 1981. Las probabilidades de una agresión contra Francisco en esa plaza o en los viajes internacionales eran altas, y así nos lo reconoció una vez a los periodistas, añadiendo que no le preocupaba por él sino por las personas que tuviese a su alrededor en ese momento. En retrospectiva, es casi un milagro que no sufriese ningún ataque físico en doce años.
Docenas y docenas de veces, cuando recorría la plaza de San Pedro en el “papamóvil” descubierto, ordenaba detenerlo para aceptar y saborear mate de peregrinos absolutamente desconocidos. Con frecuencia, recogía al vuelo objetos lanzados como regalo por los fieles, ninguno de los cuales resultó ser explosivo.
Cuando el supertifón “Yolanda” golpeó Filipinas en noviembre de 2013, causando miles de muertos sobre todo en Tacloban, el Papa decidió ir a esa ciudad de la isla de Leyte para consolar a los damnificados y familiares de las víctimas. Pero no pudo hacerlo hasta un año después, y su viaje terminó coincidiendo con otro gran tifón en la misma zona, por lo que el gobierno de Filipinas le dijo que tendría que permanecer en Manila. Francisco insistió y logró la “luz verde” para ir a Tacloban pero solo durante la mañana, celebrando la misa bajo el viento y la lluvia que arreciaban junto a un aeropuerto evacuado de aeronaves. A primera hora de la tarde, nuestro avión logró despegar en una pista ya inundada. El otro avión, el de los cargos del gobierno, lo intentó poco después, pero una racha de viento lo sacó violentamente de la pista, por fortuna sin víctimas.
En otoño de 2015, cuando anunció su viaje a la República Centroafricana —un país fraccionado entre guerrillas, sin ejército y sin policía—, el ministro de defensa de Francia, que mantenía 900 soldados para proteger el aeropuerto de la capital, aconsejó anular un proyecto temerario que podría costar la vida a muchas personas. El Papa respondió el domingo siguiente anunciando, al final del Ángelus, que la primera puerta santa del Año Jubilar de la Misericordia la abriría por adelantado… en Bangui.
Durante el vuelo de Roma a Nairobi, primera etapa de ese viaje a tres países, uno de los pilotos le comentó preocupado: “Santo Padre: Kenia está bien, Uganda todavía, pero… ¡la República Centroafricana!”. Francisco le cortó en seco: “Si no quieren aterrizar en Bangui, denme un paracaídas”.
El pasado lunes de Pascua recibí la inesperada noticia de su fallecimiento al hacer escala en el aeropuerto de Barcelona, de regreso a Santiago de Compostela. El día anterior había recibido la bendición “Urbi et Orbi” en la plaza de San Pedro junto con un grupo de universitarios gallegos.
Regresábamos contentos porque su decisión de recorrer la plaza en “papamóvil” para saludar a los peregrinos parecía indicar una mejoría en la convalecencia. En realidad era un gesto de generosidad —incómodo en su situación de casi parálisis— y también de valor, que se sumaba a tantos otros a lo largo de su vida.
Justo ese lunes 21 de abril, salía de la imprenta mi libro “33 miradas del papa Francisco. Los años decisivos” (San Pablo), centrado en las líneas de la fase madura de su pontificado, que ahora continúa el papa León XIV. He querido añadir esta “mirada valiente” como homenaje más que merecido.